Hace muchos años conocí a Élida. Ella es una mujer bajita, de ojos claros y pícaros, su piel es muy blanca, su voz es suave y te invita a la charla amistosa; la sonrisa siempre a flor de piel, el buen trato con todos, la amabilidad y la apertura, la profundidad de su pensamiento y su sensibilidad liberadora, la ternura y el cariño; todo bondad. Sin embargo, Élida a veces también se enoja; es temperamental, pero, no se enoja por cualquier cosa, es –o trata de ser- muy coherente con sus convicciones y sus creencias, y no tolera las injusticias. Es de esas mujeres que dejan huella en tu vida.
Este domingo y cada año la recuerdo muy particularmente cuando se lee el evangelio de la Transfiguración de Jesús (Marcos 9, 2-10)
«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo». De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos.»
Al leer los comentarios bíblicos sobre este domingo, me digo “Claro, no conocen a Élida”. Pero, sí. Todos conocemos a una Élida. Esas personas que son maravillosas y una se pregunta de dónde le viene eso tan genial. Yo me respondí que a “mi Élida” le viene de Dios. Está llena de Dios… como Jesús. Y creo que esa es la experiencia que tuvieron los discípulos cuando vieron a Jesús transfigurarse. A Élida le pasa lo mismo, cuando habla de Dios se transfigura, parece que le sale luz de la cara. Cuando leo el texto de la transfiguración pienso en ella. Esa intimidad con Dios la aprendió de Jesús.
Jesús llevaba a Dios muy adentro, muy a su lado, muy por todos lados y a todos lados. Tan cercano como el liberador Moisés o el profeta Elías. Jesús no se quedó con lo que le habían enseñado de la historia del pueblo, dio un paso más: hizo suyo al Dios de esa historia y lo llamó “Abbá”, Papi o Papito (¿Por qué no «Mami», «Mamita»?) en un tono muy cariñoso. Esa amorosa intimidad seguramente se reflejaba en su cara, y no se la guardaba para él. Jesús sabía que iban a matarlo. Estaba con muchas preocupaciones y angustias, pero no dejó de regalarles a los suyos, a los que se acercaban a él esa amorosa transfiguración, esa sensación de que a pesar de las dificultades, Dios acompaña y anima, sustenta y vivifica.
¡Cuánto para aprender en esta Cuaresma! No es un tiempo triste, solo de recogimiento, ayunos y abstinencias. No quieras quedarte como Pedro, no te lo guardes solo para vos. Este es un tiempo para transfigurarnos: llenarnos de Dios, bucear dentro nuestro y re-encontrarnos con nosotros mismos, re-encantarnos con el mensaje de Jesús; un tiempo para el silencio rico en la búsqueda de nuestros sentimientos y sueños más profundos, es un tiempo para “lucir” la alegría de nuestra humanidad y de esa intimidad que todos tenemos con Nuestro Padre-Madre Dios. Y, sí. Todos llevamos dentro algo del Dios de la Vida que podemos compartir con otros.