Sexo, virginidad y matrimonio; una destrucción teológica – Parte 3
Por: Juan Esteban Londoño
Virginidad: la mujer, un producto
En el mundo antiguo, la virginidad no era un asunto de pureza espiritual o moral. Se trataba de un asunto jurídico o un bien de consumo, un negocio, ya que el matrimonio era un contrato.
Las palabras hebreas para hablar de “virgen” son almah, betúlah y na’aróh; en griego es parthénos.
Siempre están referidas a las mujeres: la virginidad de los hombres no interesaba.
Estas tres palabras significan varias cosas: una mujer joven, una mujer bella, una mujer en medio de su madurez sexual (Lothar).
Pero es la palabra betúlah significa mujer intacta o virgen (Am 8,13).
En el Antiguo Testamento, se esperaba que la novia fuera virgen antes de su boda. El padre de ella había pagado una dote, y tenía que cuidar de que no tuviera mácula, mancha –de allí el concepto de inmaculada-.
La familia del novio debía estar segura de que los hijos que iban a tener no vinieran de otro hombre:
“Pero si resulta ser verdad que no se halló virginidad en la joven, entonces la sacarán a la puerta de la casa de su padre, y la apedrearán los hombres de su ciudad hasta que muera, por cuanto cometió una vileza en Israel al prostituirse en casa de su padre” (Deuteronomio 22,20-21).
No ser virgen era sinónimo de prostituirse: para las mujeres, solamente.
Para los hombres, el mandamiento consistía en no seducir a una mujer virgen. En caso de que ocurriera, debía pagar él mismo la dote y tomarla por mujer (Ex 22,16-17).
Como si hoy alguien fuera comprar una prenda de vestir: si el comprador se lleva la prenda a casa y la regresa, pidiendo la devolución de su dinero, tiene que demostrar que no la ha usado; de haberlo hecho, debe pagar por la prenda, y quedarse con ella.
En aquella cultura patriarcal, eso eran las mujeres: bienes de consumo, fuerza de trabajo.
El Nuevo Testamento también se sostiene en esta idea. Para Pablo, lo que acontezca con el cuerpo de la mujer no depende de ella, sino de su padre, el dueño de la casa romana:
Si alguno piensa que es impropio que a su hija virgen se le pase la edad, y que es necesario casarla, haga lo que quiera, no peca: que se case. Pero el que está firme en su corazón, sin tener compromiso que lo obligue, sino que, dueño de su propia voluntad, ha resuelto en su corazón guardar virgen a su hija, bien hace (1 Cor 7,36-37).
Es de imaginar a esas adolescentes de doce o trece años entregadas en matrimonio, temblando ante la excitación de un desconocido.
Virginidad: las culturas antiguas respondían a los valores del honor y la vergüenza.
Para ellas, era más importante poseer un buen nombre que riquezas (Pro 22,1).
Por esto es que Aquiles prefiere morir joven, e inmortalizarse en cantos, y no llevar una futura vejez de comodidades, al pasar desapercibido en la batalla, sin vengar honorablemente la muerte de Patroclo.
La virginidad representaba honor para la familia:
En la antigüedad la dignidad de las mujeres se apoyaba en su exclusividad sexual, comenta el biblista Jerome Neyrey.
Entregar a las mujeres vírgenes para el matrimonio daba honra o buen nombre a las familias, o al padre. No por una pureza espiritual, sino porque esto daba garantía de que, en sus negocios, esta familia entregaba los mejores productos, garantizados: confiabilidad.
Si una mujer no era virgen, atentaba contra el buen nombre de la familia, y podía ser apedreada.
De allí que resuene tanto el caso de María en los relatos del nacimiento de Jesús (Mateo 1-2; Lucas 1-2).
La intención del relato era darle al nacimiento del Mesías una posición privilegiada: no proviene de un hombre, sino de Dios mismo.
(Relatos similares aparecen en las narraciones sobre Perseo y Heracles).
María, quien quedó encinta en condiciones extrañas, debería ser apedreada. Pero su prometido José sabía de una justicia más profunda: sin importar lo que diga la ley, hay que escuchar al corazón; y decidió proteger a la madre sospechosa y a su hijo.
De allí que se desprenda toda una historia de la recepción que va exaltando con más y más fuerza el asunto de la virginidad, elevándolo a la categoría de lo puro, lo inmaculado.
La religión cristiana se va mezclando poco a poco con los cultos paganos de la madre y de la virgen divina -o la virgen protectora de la maternidad, como lo es Artemis- y desembocan en la mariología medieval (Becker).
Esta imagen de la virginidad fecunda tiene una fuerte potencia liberadora, pero también, si se la utiliza para reprimir, puede ser destructiva tanto en lo teológico como en lo pastoral.
Como lo hace ver Marcella Althaus-Reid:
La mariología crea una historia de género a partir de un artefacto: una supuesta mujer que no tiene una actividad sexual reconocible es convertida en código sexual.
Muchas iglesias en la actualidad consideran que la virginidad representa pureza espiritual, y algunas garantizan la felicidad si se llega virgen al matrimonio.
No sólo los católicos, también –o mucho más- los protestantes.
Aunque muchos protestantes latinoamericanos no lo acepten, sus concepciones teológicas son profundamente católicas, casi medievales.
(De hecho, muchas de las creencias y prácticas de la llamada “santidad” que promueven algunas comunidades evangélicas latinoamericanas provienen del catolicismo de la conquista española).
Entre estas creencias está la valoración que hacen de la virginidad como un bien supremo, como un valor en sí mismo.
Quienes dicen no adorar a la Virgen porque desprecian sus imágenes, siguen los pasos de una construcción religiosa a partir de las imágenes del imperio romano para mantener controladas a las mujeres.
(Muchas de las devociones actuales, ya sean a María o a Jesús, ya sean católicas o protestantes, se basan en idealizaciones posteriores que tienen que ver con mecanismos de control, no con la realidad histórica de esos personajes rebeldes que desafiaron a la religión).
Al fin de cuentas, el concepto de virginidad que se predica, mariológico medieval, es un sistema de control social, sin importar el apellido religioso.
Entregar la virginidad es mucho más que una membrana herida o una sábana pintada con los óleos del cuerpo. Es experiencia de encuentro espiritual, nacer de nuevo; dar de sí, dejarse sorprender, inolvidarse. Cesar de saberse y llegar a una danza plena para asumirse otro, atándose a su memoria para siempre.
No vacuidad en la entrega, banalización del cuerpo, descuido de sí o mercancía. Sino dádiva indeleble. Temblor de pasión, no de miedo.
Juan Esteban Londoño
Filósofo – Teólogo / Escritor
e- mail / ayintayta@gmail.com